Doña María: la mujer del 17 de octubre – Por Tali Goldman

María Bernaviti de Roldán fue la primera mujer delegada sindical en Latinoamérica del frigorífico “Swift”, en la localidad de Berisso, al sur de la ciudad de Buenos Aires. Tuvo un rol clave en la mítica movilización a Plaza de Mayo del 17 de octubre de 1945. Murió en 1989 pero su historia como la de la mayoría de las mujeres sindicalistas hay que rastrearlas con lupa en documentales y libros. La periodista y politóloga Tali Goldman traza un perfil de ella y su forma de hacer política. Este texto forma parte de una investigación personal sobre mujeres y sindicalismo, La Marea Sindical.

—Vinimos a pedirle que sancione los derechos cívicos de la mujer, nosotras queremos votar.

El presidente Juan Domingo Perón escuchaba atento a la mujer que hablaba. En la reunión además estaban tres mujeres del Sindicato Autónomo de la Industria de la Carne y Cipriano Reyes.

—No podemos permitir más, Coronel Perón, que voten los alcohólicos, los locos, los muertos— ahí Perón comenzó a reír —porque usted sabe, coronel, que han votado los muertos. Cuando estaban los conservadores votaban los muertos, los monjes también votan, con todo el respeto que se merecen, y nosotras tenemos que escuchar a nuestros esposos, a nuestros hermanos, a nuestros tíos que nos digan que ya votó el pueblo. ¿Y nosotras, no somos pueblo nosotras, coronel?

Cuando la mujer terminó de hablar, Perón le preguntó al oído a Reyes, que había organizado el encuentro, si la señora que hablaba era una doctora. Reyes no aguantó la risa.

—Noooo, es una obrera de la carne—le contestó.

Se trataba de María Roldán, una de las obreras claves de la movilización a Plaza de Mayo el mítico 17 de octubre de 1945. Desde la ciudad bonaerense de Berisso María empujó la movilización como delegada. Aunque fue la primera delegada sindical de Latinoamérica del frigorífico Swift, su historia como la de la mayoría de las mujeres sindicalistas hay que rastrearlas con lupa en documentales y libros (1). No hay un registro justo con ellas. Sus anécdotas y la forma de hacer política que tenían en ese momento efervescente del sindicalismo hay que buscarla en los relatos orales. Esos recuerdos nebulosos mezclados con el imaginario y la mística, devuelven una figura convertida en leyenda.

Antes de ese encuentro con Perón, el 17 de octubre María había protagonizado en el palco de la Casa Rosada uno de los pocos momentos públicos de los que queda registro, al menos, en la memoria oral. El palco desbordaba de gente. Era ya de noche y cuentan, quienes estuvieron ahí, que un momento tomó el micrófono una mujer. Esa mujer era María. También dicen que el general Edelmiro Farrell, quien en ese momento ocupaba el cargo de Presidente de facto, se asombró al escuchar un vozarrón desproporcional a la pequeña contextura física de aquel cuerpo femenino.

—¿Quién es usted, señora?

—Soy una mujer del frigorífico Swift que corta carne con una cuchilla más grande que yo.

—Pero, ¿quién es?— insistió Farrell.

—Me llamo María Roldán.

—Mucho gusto, señora. Ya va a venir Perón, estén tranquilos que va a venir.

Cinco días antes de hablar ante la Plaza María ya sabía que algo se estaba gestando. Eran días muy agitados. Cipriano Reyes, fundador del Sindicato Autónomo de la Industria de la Carne y del Partido Laborista en 1943, un hombre muy cercano al entonces secretario de Previsión Social, había desaparecido de la ciudad. “Está en La Rioja”, decían algunos. “Está en Tucumán”, murmuraban otros. Lo cierto es que el dirigente sindical estaba recorriendo el país para organizar, aún sin saberlo, lo que sería un episodio histórico y trascendental, no sólo para la conformación del peronismo, sino para el devenir de la historia Argentina.

Aquel 17, bien temprano, María recibió el llamado de Reyes: el General Juan Domingo Perón estaba preso en la Isla Martín García y era hora de salir a la calle. Era ya.

Rápido, María fue corriendo a los dos frigoríficos que quedaban a un kilómetro y medio de distancia: Swift, donde trabajaba ella, y Armour, donde lo hacía su marido. La ciudad portuaria de Berisso fue cuna de inmigrantes en el siglo XIX, donde llegaron desde Europa y Asia en búsqueda de una vida próspera. Ingresaban a trabajar primero en los incipientes saladeros, que luego se reconvirtieron en frigoríficos. Como en otras tantas ciudades de la provincia de Buenos Aires o del interior del país, era en esas grandes fábricas con miles de obreros las que regulaban la vida social, política y cultural de sus habitantes. Esas miles de historias de miseria, de trabajo duro y esclavo, de sacrificio y hambre se vieron interpeladas por un militar en ascenso que, como secretario de Trabajo y Previsión Social, había velado por ellos. Para los trabajadores de los frigoríficos de Berisso, en sus vidas existía un “antes y un después de Perón”.

Aquella mañana María entró como pudo a los frigoríficos y empezó a sacar a los trabajadores a las calles. El plan era parar la fábrica y llegar hasta Plaza de Mayo para pedir por la libertad de su líder. Caminaron quince kilómetros hasta la plaza San Martín de La Plata. El calor de Octubre era agobiante y la ciudad de las diagonales era una marea de gente. En las escalinatas de la Casa de Gobierno se improvisó un escenario y, con un megáfono, la delegada Swift dio un discurso y arengó a las masas.

—Si Perón no aparece en la Plaza de Mayo vivo y sano antes de las 12 de la noche, los obreros seguiremos sin trabajar, paralizando al pueblo argentino pase lo que pase. ¡La vida por Perón!

De La Pampa a Berisso

Como todas las historias del siglo XIX, la de María Roldán fue también una historia de inmigrantes. Su padre, Agustín Bernaviti, escapó de Italia a los 18 años en el legendario barco Princesa Mafalda. Políglota y violinista, Don Bernaviti se ganaba la vida como albañil. Con ideas anarquistas y un fuerte compromiso con los trabajadores, tuvo que sortear persecuciones y amenazas de aquella policía conservadora.

Su madre, Natalia Souto, también había llegado a la Argentina de una España teñida de miseria y hambruna.

En esa Argentina que comenzaba a forjar su nueva identidad, el italiano y la española se casaron y tuvieron dos hijas: en el año 1907 nació Josefa y en el 1908, María.

Hubo una época en la que los Bernaviti se habían posicionado bien económicamente, gracias a que Don Agustín era ebanista en el Teatro Colón. Pero el trabajo se tornó una excusa. Agustín agitaba al resto de sus compañeros y les hablaba con entusiasmo de los ideales anarquistas y la lucha por la mejora de sus condiciones laborales.

María respiraba ese aire de política, de problemáticas sociales y sindicalismo amateur. Eso le encantaba y la diferenciaba de las chicas de su edad. Entradas en la adolescencia, su hermana Josefa había decidido ser modista, pero María no quería estar encerrada cosiendo y bordando. Quería estar afuera, como su papá.

La vida de clase media y el trabajo en el Colón tuvieron un final abrupto. Don Agustín había sido amenazado de muerte y tuvieron que escapar. El destino, sin mucha opción, fue la húmeda provincia La Pampa y el comienzo de una vida rural teñida de pobreza.

Mientras tanto, en Berisso, un treintañero con las manos curtidas, obrero del frigorífico Armour, también tuvo que escapar. La razón, lejos de la persecución política como la de Don Agustín, era un meollo de tinte amoroso. Vicente Roldán tenía un romance secreto con una chica de origen turco que había quedado embarazada. Su familia, que estaba en contra del vínculo, fue tajante: Si Vicente no desaparecía de Berisso, lo mataban. De modo que, con lo poco que tenía, también huyó a la húmeda provincia de La Pampa.

María de 16 años y Vicente de 36 se conocieron, se enamoraron y se casaron pese a la oposición de los Bernaviti, que no avalaban la relación por la diferencia de edad.

Pero no les importó. Comenzaron su propia vida de nómades en el campo, él como cosechero y ella como cocinera. Al poco tiempo María se embarazó y en el transcurso de cuatro años la familia Roldan pasó a tener cinco integrantes: Vicente Mario, Florentino –que nació con una enfermedad degenerativa que lo llevaría a una muerte temprana–, y la pequeña Dora.

La década infame llegó con falta de trabajo, precariedad en la vivienda y pobreza. Una noche, María presenció un episodio que la aterró y la hizo cambiar el rumbo de su vida. En una chata, esos carruajes de cuatro ruedas donde se llevaban las bolsas de trigo, una familia velaba a su hijo menor, que había muerto de hambre en el camino. Llorando, fue corriendo a contarle a Vicente. Le dijo que ella no quería ver a sus hijos morir así, de hambre. Así que tomaron la decisión. Ya era hora de volver a Berisso.

Doña María, la impulsiva

—Lo conozco a Roldán, señora, trabajo con él en Armour. Vengo a visitarla y a hablar con usted.

María dejó el pesado cuchillo sobre la mesa y le prestó atención a aquel hombre del que había escuchado hablar. Cipriano Reyes había venido de Zárate junto a su familia y se convertiría años después en un hombre clave para el sindicalismo y el peronismo. Reyes tenía una propuesta para ella.

—Vengo de parte de su esposo, él ya está de acuerdo. Se corre la bola de que usted pelea mucho con los jefes porque tiene cualidades… y si quiere ser la delegada activa de esta sección…

—Mire, si habló con mi marido y él le dijo que sí, entonces yo también digo que sí.

María había entrado al frigorífico Swift apenas volvieron de La Pampa, a principios de la década de 1930. La situación económica y la enfermedad de su hijo Florentino no dejaron otra opción que la de salir ambos a trabajar. Apenas llegaron se instalaron en un conventillo de la emblemática calle Nueva York. En la casa chorizo con varias habitaciones había un solo baño con una letrina en el piso para todas las familias. Los Roldán dormían los cinco en una sola pieza con cocina. Sin embargo, los lazos de solidaridad entre la vecindad –en su mayoría inmigrantes– permitían a María y a Vicente trabajar la cantidad excesiva de horas que necesitaban para mantenerse. Y sus hijos no se quedaban solos. Muchas veces no había para comer, otras se las arreglaban con los pedacitos de bife que María y Vicente se guardaban a escondidas en la vaina de los cuchillos.

La vida cotidiana en el frigorífico era como estar en una película de terror: el ingreso al interior de un monstruo gigante en donde la oscuridad, la humedad, los olores rancios y ácidos se convertían en el escenario cotidiano. Cientos de hombres y mujeres vestidos de blanco, en fila, con cuchillos en mano esperaban constantemente sangre, frío y muerte.

Vicente volvió a su viejo puesto de depostador en Armour. Su tarea consistía trozar los pedazos de carne. Implicaba un esfuerzo físico casi sobrehumano porque ellos mismos tenían que cargar los pedazos que pesaban entre 20 y 30 kilos, sin mencionar las frecuentes amputaciones de manos y dedos, producto del filo de la cuchilla. Como consecuencia del esfuerzo y del peso que cargó durante años literalmente sobre sus espaldas, Vicente fallecería por problemas renales. La labor más sacrificada la hacían quienes trabajaban en la cámara fría, en donde se guardaba la carne: ingresaban, pero algunos no salían y se morían congelados. Así se trabajaba en la década del 30 en los frigoríficos.

María había entrado a la sección de picada en el Swift, que consistía en picar la carne, sacarle el nervio y separar ambas partes en distintos tachos. Para ella el trabajo no fue difícil de aprender, pero se volvía cada vez más y más pesado. La jornada empezaba a las 6 de la mañana y terminaba a las 8 de la noche. Con suerte –y si no había ningún contratiempo de fuerza mayor, algo que sucedía a menudo– tenían una hora en el medio para almorzar. Había que picar 100 kilos de carne limpia por hora. Los capataces pasaban constantemente por las mesas de trabajo para controlar que el pesaje estuviera en los parámetros indicados. Si habían picado una cantidad menor, esto podía implicar desde una humillación en público hasta un despido. El silencio era casi sepultural, no se podía ni charlar y no había tiempo para descansar, ir al baño o quejarse por alguna molestia. No importaba si alguno se había cortado un dedo. Había que envolverlo en alguna gasa o venda y presentarse a trabajar. Ni siquiera las mujeres embarazadas tenían un trato diferenciado. María llegó a hacer de partera en medio de la fábrica, cuando una de sus compañeras rompió bolsa en el medio de la jornada. De modo que las 1200 mujeres que trabajaban en esa sección agachaban la cabeza bajo un único imperativo: llevar el pan al hogar.

Por eso, cuando Cipriano Reyes la convocó para ser delegada del incipiente sindicato que estaban formando, no lo dudó. Era una de las pocas mujeres que se animaba a alzar la voz. Recordaba a su padre, el anarquista, cada momento que hablaba con sus compañeras para converselas de que así no podían seguir. También cada vez que se enfrentaba a los capataces.

Una vez, el supervisor se paró delante de una de sus compañeras y le gritó: “Usted es una inútil”. La mujer se quedó callada y agachó la cabeza. María no aguantó.

—Esta señora tiene esposo, es una señora y madre de familia. ¿Con qué derecho la trata de inútil?

—Y si no sabe trabajar…, respondió el capataz

—Tenga el respeto, señor jefe, de llamarla a solas en su oficina y explicarle a esta obrera lo que pasa, pero no la insulte delante de todos. Acuérdese de que usted nació de una mujer, no de una planta ¿o no nació de una mujer usted?

En 1943, Reyes, junto a otros compañeros, formó el Sindicato Autónomo de la Industria de la Carne, el primer sindicato de Berisso. Y en esa incipiente comisión directiva figuraba una única mujer, que ya se había ganado la fama de “chiquita, petisa, gordita y de carácter muy fuerte” y un apodo que la marcaría para siempre: Doña María, la impulsiva.

“La lucha sindical es más linda que la política”

“Si no podés pagar no pagás, pero afiliate al sindicato, firmame acá, firmame la ficha”: así sumana Doña María a sus compañeras en el baño del frigorífico. En cada hueco de tiempo que encontraba les explicaba la importancia de tener un sindicato. La mayoría de ellas eran inmigrantes. Así comenzó a ganarse legitimidad no solo entre sus pares sino entre los capataces. Legitimidad que necesitaría para lo que unos meses después, en 1944, sería una huelga histórica –casi única en el mundo– donde los trabajadores de los frigoríficos pararon la fábrica durante 96 días.

Entre los delegados del sindicato se había gestado un petitorio con 14 puntos que conformaban un listado de pedidos para la patronal. Ya venían envalentonados porque el sindicato había logrado que se reincorporara a una numerosa cantidad de trabajadores despedidos. Entre los puntos del petitorio figuraban, por ejemplo, la jornada de ocho horas, la Ley de la silla, esto es, que les permitieran a las mujeres tener sillas para descansar y la visita a un médico en caso de sentirse mal. También exigían el pago de horas extra y un aumento salarial: 15 centavos más por hora para las mujeres y 20 para los varones. “Nosotros no respetamos a ningún sindicato ni a ninguna comisión, acá adentro no hay comisión”, respondían los directivos.

Así fue como una noche, Reyes reunió al resto de los delegados y les propuso parar las máquinas de a poco:

—-Bueno, esto se terminó compañeros, vamos a empezar a parar una noria. Si no aflojan, vamos a parar dos norias; después si no aflojan, tres norias; después cuatro norias; después si no nos reciben, cinco norias.

A medida que iban pasando los días, el paro se iba consolidando. Los y las 7 mil trabajadores de ambos frigoríficos iban entendiendo la importancia de la huelga, pero sobre todo, del sindicato. Pero nada era fácil; las presiones de la patronal para quebrar la huelga chocaban con la fuerza y la decisión de la mayoría de lxs trabajadores.

Algunos dicen que Doña María usaba técnicas cuasi maternales para sumar a los trabajadores: “Bueno, compañera, vamos, vamos para afuera”. Otros, por el contrario, aseguran que era intimidante y que incluso llevaba en la cartera un revólver con el que amenazaba a los que no se adherían a la huelga. Junto a otras mujeres que también participaban en el sindicato, las llamaban “Las pistoleras de Reyes”.

Según recuerda Dora Roldán, la hija menor de Doña María, que ya cumplió 86 años y que aún vive en Berisso, durante la huelga de los 96 días, su madre caía presa todo el tiempo. Ella y sus hermanos quedaban al cuidado de su padre y de los vecinos del conventillo porque no sabían cuándo iba a volver.  Después de tres meses, la patronal aceptó los 14 puntos del petitorio y se levantó la huelga. Había sido un éxito.

Los cambios se palparon: el sueldo aumentó, bajaron las horas de trabajo, pero sobre todo, los trabajadores entendieron que solo si fortalecían el sindicato, serían verdaderamente escuchados. Muchos años después, en una entrevista con el historiador estadounidense Daniel James, rememorando esos acontecimientos, María dijo: “La verdad es que el sindicalismo es más lindo que la política; la lucha sindical es más linda que la política”.

Doña María y Perón

Quienes la conocieron dicen que Doña María tenía muy buen vínculo con Perón y que él la llamaba así, por su nombre de pila. Cuentan que algunas veces, por las noches, y para que nadie se alertara, iba al sindicato a charlar con los delegados y María era la encargada de cebarle mate amargo. También dicen que era muy obstinada: “General, necesitamos un barrio acá en Berisso, necesitamos un hospital también”.Perón, para que no insistiera con los pedidos, le respondía: “Está bien, María, está bien”. La escuchaba y acusaba recibo de sus pedidos. Y en 1951 se construyó el Barrio Obrero de Berisso.

Doña María figura poco y nada en la historia del peronismo, del sindicalismo y, sobre todo, en la epopeya de aquel 17 de octubre de 1945 donde su labor fue clave para movilizar a la ciudad. Según reflejan los relatos de la época, la zona sur aportó casi el 50%  de los concurrentes a la Plaza de Mayo. Las tramas de la política fueron muy injustas con ella y ni siquiera tuvo un cargo de concejal en su propio municipio.

Según el historiador Daniel James, su estrecho vínculo a Cipriano Reyes, el hombre que años después fue tildado por el propio Perón como traidor, fue determinante para su relego. Para su hija Dora y su nieto Guillermo, mucho de su invisibilización tuvo que ver con que fuera mujer. Dora recuerda que su madre muchas veces renegaba porque la dejaban afuera de ciertas actividades, viajes y reuniones importantes en el sindicato; solo participaban los varones.

Trazar una estampa exacta de María Roldán es difícil por la invisibilización de su figura. ¿Era feminista María Bernaviti de Roldán? Pensar que por haberle exigido a Perón el voto femenino, o que su activo rol en defensa del derecho de las mujeres en la fábrica la convirtieron en una ferviente feminista, sería una falacia. Así como exigía derechos civiles, estaba en contra del divorcio y del aborto. Y a pesar de que era delegada de un frigorífico identificaba a su marido en un rol de jefe de familia. Doña María era un fiel reflejo de su época, de lo difícil y contradictorio que era ser mujer y destacarse en la actividad sindical.

(1)  Esta anécdota y las que aparecen en esta nota las cuenta María en primera persona en una entrevista en el libro “Doña María: Historia de vida, memoria e identidad política” de Daniel james, editorial Manantial, de 2004.

También se recuperan fragmentos de la película “Carne Propia”, de Alberto Romero . Y entrevistas a Dora Roldan y Guillermo Manso Roldan.

 

Por Tali Goldman. Periodista, politóloga, autora del libro «La Marea Sindical«.

Fotos: Gentileza familia Roldán

Fuente: LatFem – Periodismo Feminista

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